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instaladoenungerundio

Ojalá caracolas

A mamá le gustaba guardar las conchas de la playa. Era un capricho, como visitar el mar cada año. Siempre se quejaba de que su piel era demasiado blanca, de que odiaba ponerse el bañador y detestaba barrer la arena de la casa pero, aún así, cada verano hacía las maletas y conducía varias horas hasta la costa.

Mamá no hacía gran cosa en el mar, pero disfrutaba en la orilla. Sus largas piernas recorrían la arena arriba y abajo, hasta el faro y de vuelta, mientras yo trotaba con pasitos cortos a su lado. Iba siempre con el cigarrillo en la mano, (fumaba con el estilo de quién ha fumado toda la vida); las gafas de sol escondiendo sus vivos ojos verdes, y su gran mata de pelo corto batiéndose con la suave brisa.

Miraba al suelo más que al paisaje. Por las conchas. Las recolectaba como miguitas de pan y las guardaba en el cajetín de tabaco.  Siempre decía que cuando volviéramos a casa las cubriríamos con una capa de barniz y las colocaríamos en el salón, como un trocito de la playa en el interior, pero nunca lo hicimos. Nuestros pequeños tesoros acababan olvidados en el fondo de la bolsa hasta el año siguiente, cuando las cambiábamos por nuevos, o incluso en la basura. Y vuelta a empezar.

Hace tiempo que mamá dejó de recolectar conchas, de ir siquiera a la playa. Hace tiempo que mamá dejó de ser mamá. Es curioso que de ella sólo quede el envoltorio, la carcasa vacía. Qué irónico convertirse en aquello que tanto le gustó.

A veces la abrazo esperando sentir tan solo el eco de lo que fue, pero tampoco las conchas te permiten oír las olas del mar cuando te has ido. Eso, dicen, son las caracolas, y mamá jamás encontró una.







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