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instaladoenungerundio

3,2,1... Fight

Apoyó su cabeza en el marco de la ventana, lamentándose. Pero, vamos a ver ¿por qué lo dejé solo? PUM. Golpeó suavemente su frente contra la madera. ¿Cuánto tiempo llevaba pensando lo mismo? ¿Segundos, minutos, horas? Más bien siglos, pero no podía deshacerse de su imagen, y pensar que todo había sido por su culpa….

Daba igual que los demás intentaran aliviar su carga diciéndole palabras bonitas y de consuelo. Las convertía  en polvo a medida que las procesaba y las iba deshaciendo cacho a cacho. No, la culpa era suya y no había vuelta de hoja. Que no lo hubiera hecho a propósito ya era otra cuestión. En cambio, no podía dejar de pensar en que su función era precisamente la de protegerle y le había fallado, eso es lo que más le dolía. Verle así, magullado, dolorido otra vez por un momento de distracción. Tan tímido, tan asustadizo… ella era la figura fuerte que le amparaba y ¿qué había hecho?, se había ido, largado, es fumado, desaparecido de nuevo y por completo.

Ni siquiera ahora, después de las mil y una vueltas de cabeza, sabría decir por qué exactamente escogió ese instante de debilidad. Supuso que nadie disfruta tanto del humor negro como el destino y mientras lo pensaba,  apretó inconscientemente el puño y le chirriaron los dientes. “Ah, que furcio”-pensó. Se sumió en una espiral negra, como el ébano,  e inhaló y expiró varias veces, tratando de  relajarse. Entonces se prometió a si misma lo mismo que se había jurado las otras veces: que esta vez estaría atenta, no bajaría la guardia, las murallas serían más altas que nunca de manera que no habría próxima vez. Pero sabía que era una de esas batallas en las que aunque sospechas que las tienes perdidas de antemano, no puedes evitar pelear hasta el final.

Con esa resolución, se alejó suavemente del exterior, midiendo con cautela sus movimientos. Crítica, fría, analítica, ya no habría impulso que valiera. Sus pasos resonaron lúgubremente en el pasillo y la puerta chirrió un poco cuando entró a ver al herido. Se quedó quieta en la puerta, sorprendida, viendo como una enfermera le ponía varias tiritas. “No digas chorradas”, -dijo antes de que pudiera articular cualquier sonido. Así que cruzó la estancia y se sentó  en la cama mirando a la pobre víctima. Fue entonces cuando  sintió como una mano se posaba suavemente sobre su hombro y sintió una extraña sensación, no podía ser… era alivio. Ese solo gesto la había reconfortado más que mil palabras. En consecuencia, la martirizada mente se quedó quieta al fin, dejándose arropar por la otra, mientras ambas miraban al lastimado corazón que latía plácidamente sobre la cama.

 

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